En el Boston de principios del siglo XX vivió un tipo al que no se le puede negar que tenía una tenacidad a prueba de bombas. Lástima que ese tesón no se hubiera cultivado sobre una sólida base de conocimiento, se hubiera ahorrado un gran fiasco. Se trataba de Garabed T. K. Giragossian, un armenio que había emigrado a los Estados Unidos allá por 1891. No fue alguien relevante hasta que en 1917 apareció en los periódicos norteamericanos afirmando haber encontrado una solución increíble al problema de la energía para mover máquinas. El artilugio propuesta era una gran rueda que, según su inventor, a quien por cierto se le negó la patente, era capaz de producir energía sin límites y sin coste alguno, ni gasto de combustible ni nada parecido. El caso es que el osado Giragossian luchó todo lo que pudo para ser reconocido como inventor de algo que iba a cambiar el mundo para siempre. Sucedió entonces algo increíble, justo cuando los políticos entraron en escena.
Giragossian (Library of Congress)
Ante las afirmaciones de Giragossian en la prensa, cuando comentaba que con su máquina se podían alimentar barcos, ingenios de guerra y fábricas y que, claro está, la primera nación que contara con sus servicios sería invencible, el Congreso de los Estados Unidos decidió entrar en acción, incluso apareciendo en apoyo del nuevo genio el presidente Woodrow Wilson. De nada sirvieron los informes técnicos de ingenieros y científicos acerca de lo equivocado que estaba el inventor, porque lo que veían allí era a un hombre hecho a sí mismo que defendía con pasión aquello en lo que creía, sin más razón que unas bonitas palabras. Una patética postura que llevó a que se creara una sorprendente comisión y se le dieran fondos adecuados a Giragossian para crear un modelo funcional de su rueda. De nuevo, no sirvió de nada la queja de los expertos, había que probar aquello “por si acaso”. Giragossian era un genio de la comunicación y, además, estaba absolutamente convencido de que él tenía la solución a todos los problemas energéticos. Toda una mezcla explosiva de carácter y pasión que finalizó de repente el día en que se llevó a cabo el experimento con su rueda ante los miembros del Congreso.
Giragossian prometía que con su máquina “se podrían construir aparatos aéreos adaptándolos a transportar cualquier peso, desarrollando hasta 10.000 caballos de fuerza. Se podría dar la vuelta al mundo sin necesidad de tocar el aparato la tierra. Para los usos de la guerra, un aeroplano transportaría cualquier peso al otro lado de los mares. La máquina podría ser colocada en tanques de la dimensión que se quisiera y proveerles de la fuerza motriz sin necesidad de ningún combustible…”1
La prueba ante el selecto público no pudo ser más desastrosa, aunque Giragossian estaba encantado porque tardó bastante en darse cuenta de su propio error. El problema estaba en que la elocuencia del armenio nada tenía que ver con el mundo real y sí con la fantasía. Sin formación técnica ni científica, Giragossian había sentido fascinación desde pequeño por los contrapesos, los mecanismos de relojería y los volantes de inercia. Y eso era, precisamente, lo que acababa de construir, un gran volante de inercia . No lograba entender los diversos tipos de energía, ni tan siquiera la más mínima mecánica elemental. Había inventado algo que llevaba mucho tiempo siendo utilizado en la industria. Veamos, un volante de inercia suele estar constituido por un pesado disco pasivo que aporta a la máquina motriz una inercia suplementaria en forma de energía cinética acumulada. Pero cuando el motor que lo mueve cesa de proporcionarle energía, el volante sólo continúa girando por sí mismo mientras contenga energía cinética acumulada. Ahí estaba el error que no entendía Giragossian, y que tampoco lograban comprender los políticos. Creían que alimentando ligeramente la gran rueda de forma intermitente, ésta podría ofrecerles toda la energía que necesitaran. El experimento funcionó como debía, esto es, ante un primer impulso incial y, tras desconectar la rueda para que girara en solitario, continuó moviéndose unos segundos. Nada más, hasta que la energía cinética acumulada hubo desaparecido. Y eso es lo que le había “vendido” Giragossian al Congreso, un gigantesco y caro volante de inercia que no servía para nada. La comisión oficial cerró el caso al poco tiempo, con el menor de los ruidos, no fuera que alguien se atreviera a llamar, con toda la razón del mundo, ignorantes a los políticos de turno.
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1Referencia tomada de El noticiero: diario de Cáceres – Año XVI Número 4692 (26/12/1918).
Más información: Voodoo Science: The Road from Foolishness to Fraud, de Robert L. Park.
La rueda de Giragossian apareció originalmente en Tecnología Obsoleta, 13 febrero 2015.
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