Uno de mis viejos artículos rescatado del proyecto iHstoria.
Mientras escribo esto, tengo delante del teclado un pequeño recipiente de vidrio sellado con un taponcillo de plástico. Supongo que originalmente debía contener algún tipo de medicamento, pero lo que ahora alberga es cierto polvillo grisáceo que nació en las entrañas de un gigantesco horno eléctrico de inducción hace más de cuatro décadas.
Tanto el frasco de cristal como su contenido tienen más años que yo y pretendo que siga así, sellado, durante mucho más tiempo. Viví mi niñez al lado de una gran factoría carboquímica propiedad de Unión Explosivos Río Tinto en Guardo (Palencia), lugar en el que se fabricaban todo tipo de productos químicos derivados del acetileno que, a su vez, nacía del agitado matrimonio entre el carburo de calcio y el agua. Y es, precisamente, el carburo, el producto inicial de toda una tecnología que marcó una época en todo el planeta, un tiempo en el que el petróleo todavía no era el rey de la química industrial.
Ese polvillo de carburo de calcio es una maravilla de la tecnología química de los siglos XIX y XX que fue materia prima de toda una revolución hoy prácticamente olvidada. Lo que ahora proviene en gran parte del oro negro, en lo que a química orgánica se refiere, hubo un tiempo que procedía del carburo. Veamos por qué este compuesto de carbono y calcio llegó a ser tan importante en la historia de la pasada centuria.
Un gas extraño y… ¿sin utilidad?
El acetileno, nombrado en recuerdo del vinagre en latín o acetum, de forma parecida a su pariente el ácido acético y al resto de derivados de la química vinílica, es un gas explosivo bajo ciertas condiciones que fue descubierto, como sucede en tantas ocasiones, de forma completamente inesperada.
Célebre y recordado en el mundo de la química es Sir Humphry Davy, químico inglés, uno de los fundadores de la electroquímica, mago de la electrólisis, maestro a la hora de aislar elementos, protector de Faraday, además de inventor de la lámpara de seguridad que lleva su nombre. Bien, pues el bueno de Humphry no descubrió el acetileno. Ese honor le corresponde a su primo, Edmund Davy, que en 1836 mientras realizaba una serie de experimentos con el objeto de aislar potasio metálico se encontró con cierto gas que describió someramente. No dio importancia al descubrimiento y, precisamente por eso, nadie más hizo caso al fantasmal gas hasta que, hacia 1860, el químico francés Marcellin Berthelot lo redescubrió y, además, le puso el nombre por el que fue conocido a partir de entonces.
Berthelot era un tipo sorprendente, químico de raza, historiador, tenía también algo de alquimista romántico (publicó una interesante obra sobre la alquimia y los orígenes de la química) y, para colmo, desdeñaba el dinero. Pudo convertirse en alguien muy rico con sus descubrimientos, pero siempre se negó a registrar patente alguna, dejando libres sus procedimientos para que fueran replicados y utilizados por otros. Berthelot fue uno de los padres indiscutibles de la química del carbono y de la termoquímica. Sintetizó el etanol, el metano, ácido fórmico, benceno y, claro está, el protagonista que nos ocupa: el acetileno. Este gas, cuando llegó a la gran industria, revolucionó diversos campos, y todavía es utilizado hoy día en soldadura autógena, por ejemplo. Muy recordadas en ciertos ámbitos es la brillante pureza de la luz procedente de la combustión del acetileno en las lámparas de carburo de mineros y espeleólogos. Ahora bien, el que Berthelot y otros químicos de mediados del XIX describieran este gas y fueran capaces de sintetizarlo a través de laboriosas operaciones, no garantizaba que tuviera una utilidad económicamente importante. Para llegar a eso todavía faltaba ese ingrediente grisáceo que duerme en el botecito de vidrio que tengo delante: el carburo de calcio.
La revolución del carburo cálcico
A principios del siglo XX, cuando el petróleo era todavía una materia prima que debía luchar por su primacía con el, por entonces, todopoderoso carbón, gran parte de los productos químicos eran fabricados a partir de alquitrán de hulla y hasta de la madera carbonizada. Entonces llegó el carburo y lo cambió todo, en un cambio que todavía está a la espera de quien glose con adecuados cantos la importancia que llegó a tener, ya que hoy, convertida en auténtica tecnología obsoleta, apenas es recordada la era del carburo de calcio como alma de toda una gran industria química.
El carburo de calcio es un compuesto grisáceo sólido, que se fabrica en hornos eléctricos, que todavía hoy conserva cierta importancia en la fabricación de acetileno y en la industria metalúrgica. La revolución del carburo nació de la mano del químico alemán Friedrich Wöhler, célebre por su síntesis de la urea así como por sus experiencias a la hora de aislar el aluminio y el berilio, además de cierto proceso de fabricación de fósforo que todavía es utilizado. Bien, Wöhler descubre el carburo de calcio mediado XIX y se da cuenta de que sucedía algo casi mágico: al exponerlo al agua surgía un gas. Era el acetileno.
Berthelot y otros químicos de medio mundo ya se encontraban tras aquella pista, pero hubo que esperar al filo de la siguiente centuria para que el canadiense Thomas Wilson y el francés Henri Moissan, dieran con la forma de fabricar carburo cálcido de forma viable desde el punto de vista económico.
Desde aquellos últimos años del siglo XIX se comenzaron a levantar grandes plantas químicas de acetileno en Suiza, Alemania, Noruega y, más tarde, en casi todo el mundo. La receta magistral se encontraba en el horno eléctrico como gran pieza indispensable que convirtió al carburo y a su hijo, el acetileno, en el “petróleo” de la época.
Si Berthelot era un tipo apasionate, Moissan no era menos. Dotado de cierto espíritu excéntrico, Henri Moissan se obsesionó durante años con la posibilidad de fabricar diamantes artificiales en los hornos eléctricos que estaban a su cargo. No iba por mal camino el químico francés, aunque para crear diamantes artificiales de forma industrial todavía quedaban varias décadas. El caso es que, entre sueños de diamantes y altas temperaturas, en gran Moissan, Premio Nobel de Química en 1906 por sus investigaciones sobre el flúor, dio con la receta ideal: calentar en un horno eléctrico carbón de gran pureza con cal viva, esto es, óxido de calcio, entre 2.000 y 2.500 grados centígrados para fabricar carburo de calcio.
El proceso, repetido una y mil veces a lo largo de décadas en las plantas carboquímicas de todo el mundo, venía a ser como el que se llevó a cabo en Guardo entre 1942 y 1986, lugar en el que se fabricó el polvo gris del botecillo que mencioné al principio. Todo comenzaba con la antracita, carbón con gran riqueza en carbono. Tras cierto proceso de purificación, era mezclado con óxido de calcio (vulgarmente conocido como cal viva), que a su vez había sido fabricado en un horno “tostando” piedra caliza.
Ya tenemos carbón de gran pureza y óxido de calcio. Se mezclaban esos dos ingredientes en el interior del infierno creado en un horno eléctrico de inducción alimentado por miles de kilovatios de energía hidroeléctrica. El resultado, una masa fundida que, tras ser enfriada y molida, se almacenaba en gigantescos silos a la espera de dar vida a gran cantidad de productos.
Lo verdaderamente mágico de todo esto era que, sin grandes complicaciones, aquella masa amorfa grisácea se podía convertir en plástico, fertilizantes y hasta en chicles sólo con realizar una simple tarea previa. No había más que replicar lo que sucedía en las lamparillas de carburo, esto es, se exponía el carburo al agua. La reacción con el agua es fuertemente exotérmica, genera gran cantidad de calor. La simple exposición del carburo al agua libera el gas de acetileno y deja como residuo hidróxido de calcio, conocido como cal apagada que encuentra cierta aplicación en agricultura y en la industria del cemento.
Y ya está, del matrimonio entre el carburo de calcio y el agua nace el poderoso acetileno que, almacenado en gasógenos, era distribuido por todo tipo de plantas industriales, al modo en que hoy día puede verse en las plantas químicas alimentadas por petróleo. Del acetileno, por hidratación catalizada por ejemplo con mercurio, surgía el acetaldehído. También se fabricaba ácido acético y acetona. De todos estos compuestos intermedios se daba vida al acetato etilo, acetato de vinilo y alcohol polivinílico, entre muchos otros. Vale, y de todo este baile de nombres raros ¿salía algo realmente útil? ¡Ya lo creo! Eran la base para fabricar plásticos de todo tipo, toda la familia de polímeros vinílicos con la que se fabricaron durante décadas desde papel transparente para forrar libros, a pegamentos como emulsiones vinílicas, materiales para construcción, para medicamentos, locomoción y todo tipo de industrias. Incluso goma para fabricar chicles se podía extraer de la aparentemente simple reacción del carburo con el agua. Toda aquella alquimia mágica del carbón convertido en carburo y acetileno no pudo, sin embargo, superar el ataque de su más mortal enemigo: una materia prima más económica de obtener, el petróleo. Finalmente, el gran consumo de energía en su fabricación, por mucho que fuera mayoritariamente de origen hidroeléctrico, hizo que el carburo se convirtiera en una materia prima prohibitiva ante el petróleo. Fue su final, el adiós de una tecnología que dio vida a gran parte de la industria química del siglo pasado.
Hoy, aunque se sigue partiendo también del carburo, la mayor parte del acetileno se obtiene, como prácticamente todos los productos químicos orgánicos, a partir del petróleo.
Historia mínima del acetileno y del carburo de calcio apareció originalmente en Tecnología Obsoleta, 25 mayo 2016.
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