31 ene 2018

La penicilina llega a España (1944)

Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de enero de 2018.

A las cosas buenas es fácil acostumbrarse, tanto es así que, con no demasiado tiempo, parece que han llegado para quedarse o, incluso, que siempre han estado ahí. Nada más lejos de la realidad, las infecciones eran cosa muy seria hasta no hace mucho. Aunque en nuestro acomodado estilo de vida no nos preocupen demasiado, cabe recordar que hasta mediados del siglo XX, una infección, por leve que fuera, era cosa muy seria y podía llevarte a la tumba con pasmosa facilidad. Hoy, rodeados de antibióticos por todas partes, sólo las personas de cierta edad son capaces de recordar aquello, cuando un simple rasguño podía matarte. Nuestra situación es, más bien, un caso de éxito peligroso. Hemos abusado tanto de los antibióticos que, en muchas situaciones, los casos de resistencia bacteriana, constituyen una preocupación cada vez más alarmante. Eso por no hablar de todas esas ocasiones en las que, sobre todo hace años, se abusaba de tal manera de los antibióticos que incluso se tomaban para tratar procesos víricos, en los que no tienen ningún papel beneficioso (por lo general, y por fortuna, eso ha cambiado actualmente).

Diario Duero, Soria.

El error que originó la revolución de los antibióticos

La llegada de los antibióticos a la medicina moderna causó tal impacto que, en poco tiempo, todo cambió. Las temibles infecciones pasaron a ser algo, por lo general, controlable. El nombre de Alexander Fleming le suena a todo el mundo y calles dedicadas a él pueden encontrarse en pueblos y ciudades de todo el planeta. El doctor escocés que descubrió los efectos beneficiosos de la penicilina, que se convertiría en el primer antibiótico moderno comercializado mundialmente, realizó una amplia visita a España en 1948, rodeado de multitudes que le agasajaban a cada paso.

Su fama mundial le había llegado gracias a cierto despiste genial fruto de una anécdota bastante conocida. De hecho, puede decirse que los dos grandes descubrimientos realizados por Fleming fueron fruto de accidentes o errores pero, parafraseando a Picasso: la suerte te tiene que encontrar trabajando. Fleming era un observador avezado y un trabajador incansable, muy posiblemente aquello que él observo había sido visto anteriormente por otros, pero había pasado desapercibido hasta que su fino olfato de investigador concluyo que allí había algo interesante.

Fue en los años veinte del siglo pasado. Fleming trabajaba como microbiólogo en un laboratorio que permanecía en una especie de caos ordenado, siempre atareado y con mil ensayos en marcha, al buen doctor le faltaba tiempo para tenerlo todo bien colocado y limpio. Y de ese aparente desorden surgió la buena suerte alimentada por el trabajo. Cierto día el médico se percató de la ausencia de crecimiento bacteriano en las áreas de una placa de Petri donde había realizado un cultivo. Aquello podía ser una simple casualidad, pero empleó su curiosidad hasta caer en la cuenta de que, días antes, había tratado aquella placa con fluidos nasales procedentes de un paciente. Siguiendo en esa pista descubrió la lisozima, una substancia enzimática con capacidades antibióticas.

Tiempo más tarde, en 1928, sucedió algo parecido. En placas de Petri sobre las que había realizado cultivos bacterianos (concretamente de estafilococos), descubrió que había crecido, por contaminación, cierto hongo conocido como Penicillium notatum. Bien, lo más prudente hubiera sido destruir las placas y pasar a experimentar de nuevo en condiciones más adecuadas, esto es, sin contaminación por hongos. Ah pero, había una grata sorpresa escondida allí mismo, algo sutil que Fleming supo interpretar. Resultó que, alrededor del área en el que crecía el hongo, aparecía una especie de tierra de nadie, una sutil línea en la que las bacterias parecían desaparecer. Ahí estaba, era algo maravilloso pero esquivo: el hongo había segregado una substancia que destruía las bacterias. Fue el primer paso para el descubrimiento de la acción terapéutica de la penicilina y, por extensión, el primer peldaño en la revolución de los antibióticos. A Fleming no se le hizo mucho caso durante bastante tiempo tras la publicación de sus primeros resultados. Aquella observación quedó poco menos que en anecdótica hasta que, ya durante la Segunda Guerra Mundial, varios químicos trabajaron para poder extraer, purificar y fabricar la penicilina. Era una época en la que, en medio de los desastres del conflicto, se buscaba con gran interés posibles nuevas substancias que pudieran frenar las infecciones, cuando lo único que se tenía a mano como arma en esa batalla eran las también recientes sulfamidas.

Un medicamento muy preciado

Diario Duero, Soria.

Recuerdo con viveza una anécdota contada por mis mayores en relación con el impacto que la penicilina tuvo desde mediados de los años cuarenta y hasta bien entrada la siguiente década en la población en general. La narración consistía en cierto recuerdo, mezcla de asombro y adoración, ante la llegada de una preciada partida de penicilina a un pueblo del norte castellano donde, debiendo ser mantenida a bajas temperaturas y ante la falta de refrigeradores, se conservó el tesoro en un nevero artificial, esto es, un pozo en el que se almacenaba nieve y hielo natural destinado a diversos usos, sobre todo terapéuticos.

No deja de ser un hecho puntual dentro de un ambiente de expectación general ante la llegada de algo que parecía poco menos que mágico. Las primeras experiencias con penicilina en España datan de 1944. Por ese tiempo la penicilina era fabricada en los Estados Unidos y los militares tenían prácticamente el monopolio de su uso y difusión.

Amparo Peinado, una niña de nueve años enferma de septicemia estreptocócica, fue tratada en Madrid en ese tiempo, marzo de 1944, con penicilina. El origen del medicamento fue toda una aventura. El preciado medicamento, encerrado en un contenedor con hielo, había sido enviado por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, viajando en avión desde Río de Janeiro a Madrid, pasando antes por Casablanca y Lisboa. A pesar de todos los esfuerzos por hacer que la penicilina llegara a tiempo, no se logró salvar la vida de la pequeña. Lo mismo había sucedido con otros pacientes que, al límite de sus fuerzas, habían recibido dosis de penicilina procedentes de las más rocambolescas aventuras, como le sucedió a un ingeniero de minas en Galicia que padecía una endocarditis bacteriana que recibió penicilina procedente de las tropas estadounidenses que se encontraban en el norte de África. Casi todos ellos terminaron mal, tanto por ser pacientes ya en situación extrema, como por la tardanza en lograr el fármaco o las condiciones en las que finalmente llegaba. Aquello era más valioso que el oro y, por ello, era objeto de deseo y de contrabando. Ahí es, precisamente, donde entra en escena el caso de uno de los primeros enfermos que encontró cura gracias a la penicilina en España. Sucedió en agosto de 1944, cuando el conocido doctor Jiménez Díaz se encontraba padeciendo una neumonía neumocócica en Santander a la que no lograba frenar con el uso de sulfamidas. Sus alumnos removieron cielo y tierra hasta poder hacerse con varias dosis de penicilina de contrabando en Madrid, cosa que le salvó la vida.

En La Coruña, ese mismo año, el médico Manuel Tourón López se encontró ante un caso muy grave de septicemia. El paciente, un niño llamado Paquito Sobrido González, fue tratado con penicilina obtenida de una partida que había llegado recientemente a Madrid desde Estados Unidos a un precio de los que dan susto. El cómo llegó la dosis de penicilina de Madrid a La Coruña fue toda una aventura. El padrino del niño viajó a la capital de España para solicitar uno de los frascos de entre todos los que habían llegado desde América. Incluso llevando la gran suma de dinero que costaba hacerse con la penicilina, no lo tuvo fácil, debiendo ir de un lado para otro haciendo uso de influencias para poder lograr un pequeño frasco de tan preciado bien. Pero la cosa no terminaba con lograr la penicilina… ¡había que viajar con ella hasta La Coruña! Y no era sencillo, porque en ese tiempo el fármaco debía mantenerse refrigerado constantemente. Para lograr que no se desperdiciara la penicilina, el padrino del niño logró que en cada estación intermedia de la ruta del ferrocarril hasta Galicia, le sirvieran hielo para mantener la substancia en frío. Aquello funcionó a la perfección, la dosis llegó a su destino y el niño salvó su vida. Cuando creció, decidió dedicarse a la medicina, llegando a ser jefe de sección de Cirugía Torácica y Vascular en el Hospital Juan Canalejo de La Coruña.

De la escasez a la industria farmacéutica

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la penicilina se había convertido en toda una nueva panacea, más preciada que el oro. En la película británica de 1949, dirigida por Carol Reed, El tercer hombre, con guión de Graham Greene y protagonizada, entre otros, por Orson Welles, ocupa un puesto importante el contrabando de penicicilina en la Europa de posguerra. Esas escenas oscuras en un ambiente opresivo no distaban mucho de lo que se vivía en España, donde otra posguerra mantenía al país entre sombras.

La penicilina era un bien muy escaso, sobre todo porque en aquellos primeros tiempos de su historia, era muy costosa de producir en grandes dosis. El primer gran cliente de la penicilina fue el ejército aliado en la Segunda Guerra Mundial y, de ahí, pasó al público en general. El mencionado caso de curación del profesor Jiménez Díaz fue el ejemplo más conocido de la relación entre contrabando y penicilina en aquellos años en España. Aquellos gramos de penicilina obtenidos de estraperlo por algunos alumnos del doctor en el célebre Bar Chicote de la Gran Vía madrileña fueron el caso perfecto de una búsqueda desesperada que llevaba a muchos a endeudarse, e ir más allá de la ley, con tal de poder hacerse con dosis del medicamento. No fue hasta 1945 cuando se creó una comisión destinada a intentar garantizar una distribución adecuada de la penicilina por farmacias y hospitales de todo el país, pretendiendo así evitar los estragos del mercado negro, con sus precios fuera de órbita y una calidad de producto más que dudosa (se llegaron incluso a vender a precio de oro sucedáneos muy poco saludables).

Los casos de curaciones de infecciones bacterianas, anteriormente problemáticas o incurables, se iban acumulando. Había llegado la hora de pasar a procedimientos industriales que lograran hacer descender el precio de tan deseado medicamento y, también, conseguir nuevos antibióticos mejorados. Y así fue, basándose en la tecnología y las experiencias que llegaban desde Estados Unidos y Europa, logrando las licencias y las patentes necesarias, como desde las autoridades sanitarias españolas se convocó en 1948 por decreto un concurso destinado a las empresas farmacéuticas para conceder licencias de fabricación de los novísimos antibióticos. El concurso para la fabricación de penicilina en régimen de monopolio, enmarcado en la política autárquica del primer franquismo, fue ganado por la Compañía Española de Penicilina y Antibióticos, CEPA, y por la Industria Española de Antibióticos (ambos eran consorcios de laboratorios ya establecidos, junto con bancos, como el Urquijo en el caso de la CEPA).

Ya a comienzos de la década de los cincuenta, la industria española estaba asentada y en pleno crecimiento, logrando suministrar penicilina al mercado nacional. Fueron los primeros pasos de una industria que continúa siendo vital hoy día, unos comienzos que dieron frutos, por ejemplo, con el desarrollo en España de nuevos antibióticos, como la fosfomicina. Sin embargo, aquel comienzo de década vio cómo ese mercado de la penicilina y otros nuevos antibióticos estaba formado por tres competidores: por un lado los productos, bastante caros todavía, procedentes de esa nueva industria española. Por otro, se daba la paradoja de que se habían otorgado licencias para la venta de medicamentos de penicilina procedentes del extranjero, muchas veces con precios más asequibles que los del producto nacional. Y, claro está, el estraperlo o contrabando, que no desapareció repentinamente, sino que se mantuvo ahí, escondido a vista de todos, durante bastante tiempo. En 1953 se concedió una licencia adicional de fabricación, en esta ocasión bajo tecnología danesa. Fueron los primeros pasos de la autarquía, inicialmente siempre bajo el uso de patentes del exterior, por lograr el control de la “medicina maravillosa”, como fue llamada por la prensa de la época.

Imagen de cabecera: Alexander Fleming en 1945. Imperial War Museums.

La penicilina llega a España (1944) apareció originalmente en Tecnología Obsoleta, 31 enero 2018.


via Tecnología Obsoleta http://alpoma.net/tecob

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