En el momento en que vi el Great Eastern, estaban colocando las máquinas, que son cuatro, dos de alabes y otras dos de hélices. (…) El casco del buque sobrepuja tanto las proporciones que todos están acostumbrados a ver, que al primer golpe de vista se puede dudar que haya fuerza, por grande que sea, capaz de dar impulso a ese aparato gigantesco, sobre cuyo puente se abren calles y verdaderas plazas, ni más ni menos que en el seno de una ciudad (…) pero cuando nos acercamos a esas poderosas máquinas, a esos cilindros monstruosos y a esas paletas colosales destinadas a batir el agua, comprendemos y admiramos la armonía de este conjunto que formará indudablemente la muestra más inconcebible de la audacia del ingenio humano.
Fragmento de una crónica de N. García Sierra
en su visita a la construcción del SS Great Eastern,
publicada en el periódico La Esperanza, el 22 de octubre de 1857.
El Great Eastern en construccion.
En nuestro mundo hiperconectado parece que ya no hay casi nada que nos llame realmente la atención. El asombro de nuestros antepasados ante artilugios más rápidos, más grandes, más seguros o que fueran capaces de volar más alto, o de llevar cargas mayores de acá para allá, parece que ha desaparecido en gran parte en las gentes de las sociedades actuales.
No hay más que mirar una pantalla de móvil, tablet o de un ordenador para asistir a espectáculos que hubieran llenado de asombro a personas de hace no demasiado tiempo. He ahí, por ejemplo, aplicaciones como Flightradar24, que despliega ante nosotros de forma detallada el tráfico aéreo de todo el planeta en tiempo real. A cada minuto que pasa, un increíble enjambre de aviones de todo tipo circula por los cielos de todo el planeta. Con esa aplicación podemos identificar el tipo de avión, su origen, destino y muchos otros detalles. Algo parecido sucede en los océanos terrestres. Con sistemas como Marinetraffic podemos contemplar la localización de miles de barcos en tiempo real surcando los mares, identificando los cargueros, cruceros, buques factoría y muchos otros.
Nada de eso llama ya la atención del común de los mortales, y no sólo por número de máquinas impresionantes que hay por ahí, nada de eso. La velocidad tampoco sorprende y, por supuesto, el tamaño tampoco. Hoy navegan por los océanos buques tan inmensos que apenas hubiera sido posible que fueran imaginados por el más fantasioso escritor decimonónico. Ahí están, por ejemplo, esas gigantescas ciudades flotantes con más de 225.000 toneladas de registro bruto y más 360 metros de eslora como son los cruceros de la clase Oasis. Son el Oasis of the Seas y el Allure of the Seas, a quienes se unirán otros hermanos similares en los próximos años. Se trata de los barcos de pasajeros más grandes jamás vistos, pero ni mucho menos son los navíos más inmensos. Ahí tenemos petroleros y mercantes cargados con contenedores que dejan enanos a muchos de sus congéneres, como el monstruo más grande jamás construido por los humanos, ese superpetrolero que atendía al nombre de Knock Nevis, retirado hace pocos años, capaz de desplazar más de 650.000 toneladas y que contaba con una eslora de casi 500 metros. No es el único, hay varios buques en el mundo que superan los 300 metros de eslora, incluyendo algún portaaviones, cuya capacidad de carga es impresionante.
Ahora bien, eso es lo que sucede en nuestro mundo repleto de máquinas, pero hubo un tiempo en que cada nuevo buque que salía de un astillero se consideraba todo un logro a celebrar y, si además era algo nunca visto, el eco de su nacimiento resonaba en todo el mundo. Es el caso de un barco que marcó toda una época y cuya estela llega a nuestros días. Fue el sueño de un hombre excepcional, Isambard Kingdom Brunel, que luchó contra quienes opinaban que aquello era ir demasiado lejos, hasta conseguir llevar al mundo real una nave llamada Great Eastern.
El 1 de mayo de 1854 comenzó la construcción de este monstruo de los mares en unos astilleros cercanos a Londres, concretamente en Millwall. Fue botado en enero de 1858 y permaneció en activo prácticamente hasta 1890, cuando acabó en la chatarra. Podía desplazar más de 32.000 toneladas y su eslora superaba los 200 metros. Vale, no parece gran cosa hoy día, ¡pero en la segunda mitad del siglo XIX aquello parecía algo mágico!
El Great Eastern en el astillero.
Animado por cuatro inmensas máquinas de vapor para mover los dos grupos de palas, junto con un sistema de hélice, además de seis inmensos mástiles para velas, el Great Eastern era capaz de transportas a cuatro millares de pasajeros, junto a más de cuatrocientos miembros de la tripulación, con agilidad y seguridad, a una velocidad de 14 nudos.
Cuando se hizo a la mar aquel lejano 31 de enero de 1858 se convirtió en la más asombrosa obra de ingeniería jamás vista, el barco más grande, capaz de dar una vuelta al mundo sin necesidad de reabastecimiento. Este gigante mantuvo su primacía en los mares hasta los albores del siglo XX, cuando comenzaron a construirse naves más grandes. Prácticamente medio siglo siendo el rey es algo que deja huella. El inicialmente llamado como Leviathan, nombre que no le quedaba nada mal, probó las aguas del Támesis de costado, y no de popa como era común, pues era tan inmenso que debió construirse paralelo al río. Tras su botadura, el sueño de Brunel comenzó lo que fue una azarosa vida, digna de una novela steampunk.
De hecho, el Great Eastern inspiró obras de todo tipo, incluso de la mano de genios como Julio Verne. No era simplemente un barco gigantesco, además era el primero de toda una nueva época, dotado de dos inmensas ruedas de palas propulsoras con un diámetro de 17 metros, así como una gran hélice de más de siete metros. Sus 8.000 caballos de potencia, así como el uso del acero por doquier, hacían que se adelantara a su tiempo, era como ver un reflejo del siglo XX y el final de los buques a vela.
Su primer viaje, en modo de pruebas, se inició el 7 de septiembre de 1859 y, justo al poco, falleció Brunel. Puede que fuera mejor así, porque la vida de su criatura no fue precisamente venturosa. En aquella primera navegación se produjo una explosión que obligó a llevar a la nave al dique seco durante un tiempo para ser reparada. Tras nuevas pruebas, el gran navío comenzó sus viajes de línea desde Southampton en el verano de 1860. Era capaz de llegar a Nueva York en poco más de once días pero, a pesar de haberse convertido en el más moderno de los transatlánticos, era tan caro de mantener que pronto de pensó en su abandono. ¿Qué hacer con semejante monstruo? Hubo quien pensó en enviarlo prematuramente a la chatarrería, pero he aquí que una nueva tecnología llegó en su auxilio.
El Great Eastern.
Eran los primeros ecos de una red mundial de comunicaciones, algo que tampoco nos llama la atención hoy pero que asombró a sus contemporáneos. El Great Eastern era ideal para una tarea nueva y arriesgada: tender cables submarinos. En 1866 fue el primero en lograr tender un cable telegráfico a través del Atlántico. El monstruo había conseguido hacer el mundo más pequeño. Salvo por algún que otro servicio para turistas, se dedicó durante años a aquella tarea, hasta que novísimos buques diseñados exclusivamente para tender cables hicieron que se convirtiera en un cascarón obsoleto. Hoy puede contemplarse lo único que queda del Great Eastern en Anfield Road, en el estadio del Liverpool Football Club, donde aparece uno de sus mástiles en cuyo extremo ondea la bandera del club.
El SS Great Eastern en Nueva York.
El Great Eatern estaba tan bien construido que, cuando fue enviado al desguace allá por 1889, no vieron muy claro cómo acabar con él. Durante año y medio un ejército de dos centenares de trabajadores luchó con esfuerzo por deshacerse de aquella joya de la ingeniería. Así murió el sueño de Brunel, un hombre sobresaliente que merece buen recuerdo.
Isambard Kingdom Brunel fue un ingeniero singular. Construyó todo tipo de grandes estructuras, no sólo barcos, pues también se las vio con grandes puentes. No sólo era un soñador impenitente sino que sus ideas a veces fueron muy controvertidas y sus proyectos acabaron bastante mal en ocasiones. Nacido en 1806, fue siempre un genio de las máquinas. Llevó a la vida la línea de ferrocarril Great Eastern que unía Londres con el oeste de Inglaterra y Gales, principalmente entre la capital y Bristol. Años más tarde se encargó de construir la línea Great Western, un gran proyecto en el que Brunel soñaba con que los pasajeros compraran un solo billete en Londres y, a través del tren, llegaran a uno de sus grandes vapores y surcaran el océano hasta Nueva York. La idea no era tan loca como pueda parecer pues se adelantó en más de un siglo a las ideas sobre transporte ágil en grandes ciudades que hoy podemos ver materializadas, por ejemplo, en las lanzaderas que llegan desde las estaciones de ferrocarril hasta los grandes aeropuertos.
Brunel fumando un puro en la botadura del Great Eastern.
De los trenes pasó a los puentes y, de ahí, a los grandes barcos a vapor. Si no hubiera fallecido tan tempranamente, estoy seguro de que le hubiera hincado el diente a la navegación aérea. Quién sabe, bien pudo haber saltado de los dirigibles a los aviones, pero esto sólo es fantasía.
Brunel nunca sintió que un problema pudiera ser imposible. Donde otros ingeniero se rendían, él asumía al mando sin complejos. Desde sus primeros estudios de ingeniería en Francia, hasta su empleo como artesano con Louis Breguet, con quien aprendió el valor del trabajo manual a la hora de crear instrumentos científicos de precisión, nunca se rindió ante ningún reto. Encargado por su padre, también ingeniero, de una obra considerada muy complicada, y con apenas veinte años, logró salir airoso del reto, y su fama como ingeniero milagroso comenzó a crecer. Se trataba de construir un túnel bajo el Támesis, un simple “aperitivo” que sirvió para abrir su apetito por las grandes obras. Varios de los impresionantes puentes de metal que diseñó, siguen en uso hoy día. Por desgracia, tal y como le sucedió con el Great Eastern, muchas de aquellos puentes colgantes y otras obras, fueron concluidos después de su muerte.
Los grandes buques a vapor ideados por Brunel, el Great Western, el Great Britain y, sobre todo, el Great Eastern, son considerados como grandes genialidades de la ingeniería. Pensados para transportar mercancías y pasajeros alrededor del mundo, incluso pensando en viajes de línea hasta Australia, aquellos barcos mostraron que no había límites, el futuro de la navegación a través de los océanos estaba allí. Puede que todo aquello fuera demasiado para un solo hombre. Las naves de Brunel, sobre todo su gigante final, eran caras de mantener y en su construcción se superaron todos los límites de presupuesto. Recibió fuertes críticas por todo aquello, pero nada le hacía frenar en su carrera hacia el futuro. Todas sus ideas vieron la luz con éxito… ¡pero casi medio siglo más tarde! Pocos entendieron lo que Brunel estaba diseñando. Los buques con casco de metal, el uso de hélices y muchas otras tecnologías avanzadas que desarrolló para sus máquinas eran vistas como excentricidades pero el tiempo demostró que iba por el buen camino.
Brunel ante las cadenas de amarre del Great Eastern.
Todo aquel febril trabajo le pasó factura. Dicen que fumaba sin parar y que apenas dormía, siempre estaba dibujando sus nuevas ideas y haciendo cálculos. Antes de que muchas de sus grandes obras fueran concluidas, Brunel falleció con 53 años de edad, de un derrame cerebral. Nos dejó una última “loca” idea, patentada tiempo antes pero que nadie había llevado a la práctica, el ferrocarril atmosférico, un extraño ingenio que probó hacia 1847. Se trataba de un vehículo sobre vías que era impulsado a través de una conducción por el efecto del vacío. La tecnología de la época no le pudo ofrecer los materiales ni la fiabilidad necesarias para lograr el éxito en aquella extraña experiencia.
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*Ya he escrito anteriormente en TecOb sobre este gran barco, uno de mis favoritos de siempre. El texto de este post, en esta ocasión, pertenece a uno de mis artículos rescatados del proyecto iHstoria para iPad.
El Great Eastern, un monstruo de los mares apareció originalmente en Tecnología Obsoleta, 14 agosto 2016.
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