Con obediente confianza se aplicó Beethoven a seguir las varias prescripciones de los médicos que iba consultando [sin mejoría alguna] (…) Desilusionado, descorazonado, tuvo que llegar a interponer entre él y el mundo aquellas trompetillas acústicas de diferentes formas que le construía Maelzel, el inventor del metrónomo. Y, al fin, en sus últimos veinte años hubo de reducir su comunicación con los vivos a unos humildes cuadernos de papel pautado…
Extracto de un artículo de A. Furno a propósito de la sordera de Beethoven, publicado en Musicografía, agosto de 1933.
Este 2020 es el año en el que se recuerda que hace 250 años, en 1770, venía al mundo en la alemana ciudad de Bonn uno de los más grandes genios de la historia de la música: Ludwig van Beethoven. El “sordo genial” cambió para siempre la música occidental y su eco nos acompaña por doquier. Pero no es su magna obra lo que aquí nos ocupa, sino un aspecto de su vida menos recordado pero reamente curioso. La sordera, entre otros males, que aquejó a Beethoven hasta perder completamente la capacidad de audición, ha sido siempre objeto de debate. ¿Hubiera compuesto alguna de sus postreras genialidades de haber mantenido sus sentidos en plena forma? Aquella desgracia nos dejó la imagen de un Beethoven encerrado en sí mismo, creando todo un revolucionario universo sonoro, único y asombroso, en medio del silencio más atronador. Pero en la desgracia, como un intento desesperado por mantener el acceso al mundo de los sonidos, el genio de Bonn se alió con un personaje singular, un aventurero llamado Johann Nepomuk Maelzel.
El hijo del organero
Maelzel (también se puede ver escrito como Mälzel), inventor y hombre-espectáculo a partes iguales, nació en Ratisbona en 1772. Era hijo de un fabricante de órganos, lo que a buen seguro le llevó a alimentar sus dos grandes pasiones: la música y las máquinas. Con una gran formación musical a sus espaldas, decidió probar suerte en Viena trabajando en el mantenimiento de instrumentos musicales de todo tipo. Y, entre órganos y clavicordios, al imaginativo Johann se le ocurrió que podría inventar nuevos instrumentos con los que construir la música del futuro.
Su primer éxito fue una variante del orquestrión, o lo que viene a ser lo mismo: una máquina que reproduce sonidos como si fuera una orquesta o una banda musical. Nos encontramos en la última década del siglo XVIII, cuando las cajas de música y los autómatas mecánicos causan verdadera admiración. Entre las gentes adineradas se cotizaban estos artilugios tratándolos como joyas. En este ambiente, un buen orquestrión era algo que llamaba mucho la atención y, como mecánico de primera, Maelzel llevó a la vida un modelo de gran calidad. Aquellos primeros orquestriones, que fueron evolucionando a lo largo de la siguiente centuria hasta dar lugar a complejísimas pianolas y similares, eran lo más parecido a una cadena musical actual que pueda imaginarse por aproximación. Instalado el mecanismo de relojería en el interior de un armario bellamente decorado, se insertaban en un lector diversos tipos de cilindros con muescas, o bien discos metálicos dotados de marcas, como minúsculos agujeros, para las notas. Esos contenedores de música eran reproducidos por el sistema de relojería para generar sonidos que mezclaban el viento, cuerda y percusión, por medio de un pequeño órgano de tubos y sistemas de campañillas, ejes cordados y cajas de resonancia. Era como tener una orquesta en casa, o más bien en tu palacete. Los modelos más evolucionados de orquestrión, que sonaban con una calidad asombrosa, fueron utilizados hasta bien entrado el siglo XX.
Maelzel vendió su primer orquestrión por una considerable suma de dinero y se abrió paso entre la élite vienesa como genio de la ingeniería musical. Los instrumentos musicales automáticos estaban de moda y el hijo del organero supo sacar partido de ello. Sin embargo, nunca se mostró conforme con aquellas “orquestas artificiales” y deseó ir más allá.
Nace el panarmónico
Maelzel soñaba con un mundo en el que las máquinas capaces de generar música de forma automática se extendieran. Con seguridad, nuestro tiempo le hubiera apasionado. Nos hallamos ahora ante un nuevo siglo, concretamente en 1804. Ese fue el año en que nació una maravilla mecánica conocida como “panarmónico”, de la mano del siempre inquieto Johann. El ingenio llamaba la atención por su imponente aspecto. Era como un orquestrión llevado hasta el límite de la tecnología de la época.
La máquina consistía en un gran armario, nuevamente dotado de bellos adornos que quedarían perfectamente integrados en el mobiliario de un palacio. En su centro, una consola con teclado mecánico a través del que se accedían a los registros de sonido. En total, la persona que manejara el panarmónico tenía el control de toda una banda de música militar con más de cuarenta instrumentos diferentes de viento, cuerda y percusión. Desde el control central se tenía acceso a cada uno de ellos, que eran alimentados con un “programa” en forma de bobina o discos que incluían la composición a interpretar. Una vez cargada la música, la máquina ejecutaba la obra de forma automática, como su de una orquesta de autómatas se tratara. El asombro estaba asegurado.
Ahora bien, había que vender aquél monstruo, y además por una buena suma, porque desarrollarlo había costado un considerable esfuerzo. Maelzel pensó en un amigo vienés que podría ayudarle en el empeño: el mismísimo Beethoven. De esta forma nació, ya en 1813, la composición titulada La Victoria de Wellington, también conocida como La Batalla de Vitoria. La obra celebra la victoria militar de las tropas británicas, españolas y portuguesas en Vitoria contra los ejércitos napoleónicos. Un tema ideal para una banda de música militar, que era precisamente lo que buscaba Maelzel. Tiene gracia, pero Beethoven compuso ese cuarto de hora de música prácticamente como un divertimento, algo sin trascendencia y que, en sus propias palabras, era poco menos que una broma, pero en su tiempo se convirtió en una composición muy popular. El encargo de Maelzel para Beethoven tuvo éxito: a la gente le encantaba y, como resultado, las reproducciones en el panarmónico se hicieron muy famosas. Aquél ingenio, que era capaz incluso de recrear el sonido de cañones y armas de fuego, le dio fama y buenos dineros a Maelzel.
Trompetillas, metrónomos y aventuras en América
Maelzel era muy conocido en los salones vieneses, y no sólo por sus extraños ingenios musicales. En 1805 había comprado una máquina célebre en su época: “el turco”. Era un autómata capaz de jugar al ajedrez. La atracción, originalmente de Wolfgang von Kempelen, pasó por las manos de Maelzel durante un tiempo, sacándole buen beneficio en diversas giras hasta que lo vendió de nuevo. Cabe recordar que, aunque impresionaba, no era realmente un autómata, porque tenía truco: en su interior se acomodaba un operador, que era quien movía realmente las piezas del ajedrez.
De aquellos primeros años del siglo XIX son también sus instrumentistas autómatas, como un vistoso trompetista, o sus cronómetros musicales y, en auxilio de Beethoven, diversos tipos de trompetilla para el oído. Ciertamente, aquellos aparatos no frenaron la sordera del genio de Bonn, pero posiblemente le ayudaron durante un tiempo. De todas formas, el entendimiento entre Maelzel y Beethoven no terminó en buenos términos. Hacia 1814, después de diversas interpretaciones de la ya mencionada composición de Beethoven con el panarmónico, todas con gran éxito, estalló un conflicto serio. Beethoven acusó a Maelzel de estafa, de estar rompiendo los términos de su acuerdo comercial y de emplear una transcripción errónea de su música. La amistad terminó abruptamente y Maelzel marchó a París a probar suerte otra vez. En la capital francesa construyó un nuevo modelo de metrónomo, mejorando lo ya existente en la época. Los metrónomos son aparatos de relojería que se emplean para marcar el tiempo en música por medio de señales acústicas y visuales, y son un elemento muy importante en composición.
Los metrónomos de Maelzel se hacen famosos en media Europa y llaman la atención de Beethoven. Eran de buena calidad y seguían el modelo creado por el holandés Dietrich Nikolaus Winkel, quien no había sacado provecho de su invención. Maelzel con su versión del invento logra el éxito y, de paso, consigue reconciliarse con Beethoven, quien encuentra muy útil el aparato. Queda claro que al inquieto Johann lo que más le atraía eran las grandes puestas en escena, diríase que era todo un showman. De regreso a Viena, tras haber gestionado la compra, otra vez, del “turco” para su espectáculos, sueña con marchar a América para ofrecer allí sus escenificaciones con autómatas. Y lo logra, porque nada se le interponía, a medio camino entre el genio de la mecánica y el embaucador, Maelzel “hace las Américas” a su manera hasta que muere de forma misteriosa en un puerto venezolano.
–> En este vídeo podemos ver cómo funciona un orquestrión de principios del siglo XX.
–> Orquestrión del siglo XIX en acción.
–> Finalmente, en este otro vídeo, podemos contemplar el funcionamiento de un orquestrión de finales del siglo XIX.
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