17 jun 2016

Andrew Crosse, ¿el verdadero Frankenstein?

La figura de Andrew Crosse me intriga desde hace años. Escribí sobre su vida en 2009 en este mismo blog y fue uno de los personajes fugaces que aparecen en mi novela El viaje de Argos. Ahora, en el verano de 2016, se cumplen 200 años de una noche mágica. Hace dos centurias Lord Byron y John Polidori, junto a Percy y Mary Shelley, vivieron una experiencia sin igual que marcó la historia de la literatura fantástica para siempre. En aquel año sin verano nació Frankenstein de la imaginación de Mary Shelley, pero en este relato de locura y desafío hacia lo divino, aparecían elementos muy reales. La electricidad era algo que en 1816 era visto como algo sumamente misterioso y, curiosamente, Andrew Crosse posiblemente tuvo bastante que ver en el proceso de nacimiento de Frankenstein.

Ya de paso, no quiero perder la oportunidad de recomendar la visita a la exposición Terror en el laboratorio (jun-oct 2016), sobre Frankenstein y sus colegas, en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid, que si bien no he podido visitar todavía, seguro que es tan magnífica como otras muestras anteriores.

He aquí este artículo sobre Crosse, en el que recupero un texto que redacté para el proyecto iHstoria y que acompaño con dos recortes sobre este curioso personaje publicados en la prensa española.


La chispa de la vida

Una chispa eléctrica y, deus ex machina mediante, ¡hemos creado vida! A principios del siglo XIX la electricidad parecía el fenómeno más indicado para poder explicar todo tipo de misterios de la vida y el universo. Además, la fe en el progreso y en la ciencia como medio para alcanzar un futuro venturoso estaba despertando con fuerza en las incipientes sociedades industriales occidentales. Visto esto, no extrañará que apareciera una chiquilla con mucho carácter e ingenio capaz de arrojar unos cuantos calderos de agua fría ante todo aquello.

La historia es muy conocida, así que no entraré en detalles. Baste decir que Mary Shelley, hija de la audaz vindicadora de los derechos de la mujer Mary Wollstonecraft, se encontraba pasando el rato en el lluvioso verano de 1816 junto con Percy Shelley, Lord Byron y el médico de éste, John William Polidori. Y digo pasando el rato porque, poco podía hacerse en aquella estancia en Suiza que dar paseos, pero con lluvias y mal tiempo la cosa pasó a discusiones filosóficas y a un reto, a saber, sobre la posibilidad de reanimar cuerpos muertos con electricidad, o bien comentando narraciones de fantasmas. Lo de levantar a un muerto a golpe de chispazos no era algo raro como tema de conversación, se trataba de un asunto fascinante muy comentado en la Europa de la época por ciertos experimentos famosos contemporáneos.

Byron sugirió, con un ambiente tan propicio, que los veraneantes pasaran a crear una historia sobrenatural para pasar el rato de forma más amena. Ya conocemos el resultado de sobra. De ahí surgió la primera novela de Mary Shelley, publicada en 1818, titulada Frankenstein o el Moderno Prometeo. Lo que se convirtió con el tiempo en la novela de terror por excelencia, también precursora de la ciencia ficción, bebía de las fuentes de la inquietud de toda una época. Y, desde entonces, han sido muchos los que han escrito verdaderos mamotretos intentando averiguar si el doctor Frankenstein, aficionado a reunir partes de cadáveres para crear vida con la chispa de la electricidad, existió realmente. No con ese nombre, claro está, pero ciertamente alguien debió inspirar a Mary. Como el tema de la “electricidad vital” era algo comentado por doquier, posiblemente no fuera un solo caso el que sirviera de inspiración para la novela. Más bien cabe decir que rondaban por Europa un montón de doctores Frankenstein, junto a circenses experimentadores de la electricidad y algún que otro “resurreccionista” asaltante nocturno de tumbas innominadas.

Un ahorcado cualquiera

Recién nacido el siglo XIX se pusieron de moda las experiencias con pilas de Volta y con otras que evolucionaban con rapidez a partir de aquella, proporcionando una fuente de “fluido” eléctrico mucho más adecuado y, sobre todo, portátil, que los viejos generadores electrostáticos y las botellas de Leyden. De las primeras experiencias en Turín, cuando se comprobó que tres cadáveres de ajusticiados reaccionaban ante descargas eléctricas de manera sorprendente, la moda de los muertos vivientes o, mejor, temblorosos, se extendió con rapidez.

Así llegamos al día 4 de noviembre de 1818, justo el año en que vio la luz Frankenstein. Lo que se vio entonces no fue más que uno de los “espectáculos” más célebres de toda una serie que, durante años, había asombrado a las gentes y que, a buen seguro, había servido de alimento para las conversaciones de Byron y compañía a orillas del lago suizo en el que surgió en Mary Shelley la idea de Frankenstein.

El ritual venía a ser siempre el mismo, y el ahorcado importaba más bien poco. Sucedía en Glasgow, donde al parecer hacía cerca de una década que no colgaban a nadie, por lo que la multitud estaba entusiasmada. Frente al edificio de la Corte Suprema fueron ahorcados un ladrón llamado Simon Ross y un asesino, Matthew Clydesdale. Los dos cuerpos sin vida pendieron durante más de una hora hasta ser descolgados. A Ross le despacharon con rapidez, metido en una caja y enviado directo a una tumba. Para el cuerpo de Matthew, sin embargo, había preparada toda una ceremonia de macabros juegos. El tipo era bien parecido, alto, fornido, de unos treinta años, vamos, el ejemplar perfecto para experimentación con electricidad. ¡El circo galvánico ya estaba preparado!

Con el cadáver conducido en una carroza a través de las calles e Glasgow, seguido por la multitud, se formó toda una procesión que terminó sobre la mesa de disección de un anfiteatro médico. Allí estaban los dos maestros de ceremonias. Por un lado el doctor Andrew Ure, médico, químico, geólogo y filósofo, muy conocido en su tiempo. Por otro, James Jeffrey, famoso médico, anatomista y botánico que tiempo antes había estado metido en ciertos líos acusado de tráfico de cadáveres y tratos ilícitos con resurreccionistas. Aquel día los dos se convirtieron en el doctor Frankenstein y la fantasía de Shelley se convirtió en realidad, al menos por un rato.

Los científicos locos de turno aplicaron al cuerpo del infeliz ahorcado un electrodo comunicado con su médula espinal. El otro electrodo era móvil, por lo que podía ser aplicado a cualquier parte del cuerpo muerto. Ambos electrodos formaban parte de un circuito eléctrico alimentado por una de las pilas más potentes de su tiempo, un modelo tipo artesa, del tamaño de un baúl grande, dotada de 270 grupos o elementos de pilas independientes. El juego duró bastante rato. Allá donde el cuerpo del ahorcado era tocado por el electrodo móvil, se producían espasmos y convulsiones. El cadáver se agitaba furioso, las piernas se movían como queriendo devolver la vida al ajusticiado, propinando golpes a los ayudantes. Las manos se abrían y cerraban con rabia, los dedos se movían con rapidez. Matthew Clydesdale parecía haber vuelto a la vida, se movía respirando, dilatándose y contrayéndose su pecho. Pero la cumbre llegó cuando el electrodo se introdujo en una incisión realizada bajo una de las cejas. El inanimado rostro del ahorcado cobró vida, con gestos de todo tipo, enfado, alegría o dolor. ¡Está vivo! Los gritos del público llenaron la sala y muchas gentes, no pudiendo soportar aquello, huyeron presa del terror, otros se desmayaron.

El misterio de Andrew Crosse

El caso de Matthew Clydesdale fue la culminación de la moda de los experimentos eléctricos con cadáveres, justo aquel año en que Frankenstein había visto la luz en papel. Pero no eran tan numerosos los experimentos de tanto calibre, es más, el tema de la electricidad y la vida era algo mucho más serio que todos aquellos circos. El debate sobre el “fluido vital”, la naturaleza de la materia, vitalistas y materialistas venía de lejos y todavía duraría mucho tiempo. Sin embargo, existió un hombrecillo curioso que se empeñó en crear vida de la nada, partiendo de la electricidad, y que bien pudo haber inspirado a Mary Shelley. No puede decirse que fuera un aventurero, ni nada parecido, pues durante sus más de setenta años de vida apenas se movió del lugar que le viera nacer. Era un propietario acomodado que vivía en un rincón del condado de Somerset conocido como Fyne Court, sin hacer ruido. Todo un caballero que atendía a su hacienda y sus negocios pero que tenía una afición un tanto extraña. En su juventud había viajado a Francia y a diversos lugares de Inglaterra, pero poco más se puede decir de Andrew Crosse, además de conocerse que era un apasionado de la ciencia de su tiempo y que permaneció en el mencionado lugar casi toda su existencia. No era un ermitaño, pero tampoco sentía la necesidad de comunicar a los cuatro vientos lo que experimentaba en el laboratorio que había construido en su mansión.

La electricidad le volvía loco, así que construyó todo tipo de generadores electrostáticos, pilas primitivas y artilugios para… ¡desvelar el secreto de la vida! Por alguna razón desconocida, a Crosse le asaltó la obsesión desde su juventud acerca de una relación íntima entre la electricidad y la vida. Y no le faltaba razón, aunque lo que vino a continuación no tuvo mucho de científico que pueda decirse. Crosse era impulsivo y apasionado, de día se encargaba de su hacienda y ejercía como político local, recordándose sus brillantes discursos y su pretensión de extender la educación pública a todo el mundo. Eso en la Inglaterra de aquel tiempo sonaba bastante extraño, le miraban como a un bicho raro. Poeta, escritor aficionado y magistrado local, padre de familia numerosa fruto de dos matrimonios y con éxito en los negocios, ¿qué más se puede pedir? Pero, llegada la noche, el hombre respetable se convertía en un aprendiz de brujo, soñaba con desentrañar los secretos de la materia encerrándose en su laboratorio. Aplicaba descargas eléctricas en vegetales para observar si se modificaba la velocidad de su crecimiento y, para colmo, creyó haber dado con la receta de para ser un dios.

A saber, lo que Crosse se traía entre manos, y que tenía mucho interés por mucho que sus contemporáneos le miraran con cierto reparo porque atentaba contra las buenas costumbres religiosas y morales, era descubrir el nexo de unión entre electricidad y materia viva. Aquel voluntarioso hacendado que con apenas veinte años había tenido que hacerse cargo de los negocios familiares, tras fallecer sus padres, no tuvo una formación universitaria formal y, sin embargo, se carteaba con sabios de media Europa manteniendo conversaciones a distancia de lo más interesante. Su nutrida biblioteca, plagada de clásicos del pensamiento occidental junto a libros de ciencia y mecánica, le sirvió de refugio.

Tras los libros, llegaba la acción. Metódico, aplicaba lo aprendido e iba más allá. Experimentó con minerales para comprobar cómo reaccionaban ante descargas eléctricas. Realizó numerosas pruebas sobre cristalización de soluciones minerales con electricidad, experimentó con electricidad atmosférica extendiendo grandes mallas de cable entre árboles y obtuvo algunos resultados de cierto interés. En 1827 fue visitado por el gran Sir Humphry Davy, con el que colaboró en la mejora de cierto tipo de pilas. El equipamiento eléctrico construido por Crosse no era algo menor. Sus generadores electrostáticos y los bancos de pilas le proporcionaban una considerable fuente de electricidad. Y, entonces, se acabó la vida tranquila. Durante sus experimentos de cristalización con electricidad Crosse descubrió que algo se movía en la matriz mineral. Lo que al principio parecían simples motas blanquecinas, se convirtió en una colonia de minúsculos insectos que fueron llamados Acarus crossii. ¡Había creado vida! Crosse estaba convencido de que las chispas eléctricas habían animado algo en la matriz mineral y que era imposible que las muestras se hubieran contaminado. Decide entonces publicar su gran descubrimiento. Lo que hasta entonces había sido silencio se convirtió en toda una explosión mediática que partió de una simple memoria enviada a la London Electrical Society. Tuvo sus apoyos, claro está, pero por lo general se convirtió en objeto de burlas. ¿Vida a partir de la nada? Aquellos pequeños bichos que aparecían en los minerales fueron el origen de su desgracia. Crosse había sido muy modesto a la hora de publicar sus resultados. Para él, la electricidad había despertado algo incipiente que se hallaba en la matriz mineral y que no procedía de nada exterior, pero ni mucho menos había afirmado ser un dios con una chispa eléctrica en la mano. De poco le sirvió aquello, quedó marcado como genio loco. Fue tal la presión a la que fue sometido que, a pesar de publicar instrucciones detalladas para poder replicarse sus experimentos, nadie se atrevió a hacer tal cosa por miedo a ser también señalados como brujos. La llama de Andrew Crosse fue apagándose poco a poco, continuando con sus experimentos en privado. Sin embargo, años antes había sucedido algo que llama la atención. En 1814 Crosse viajó a Londres para ofrecer una conferencia acerca de sus teorías sobre el origen de la vida y la electricidad. Fue una de sus escasas apariciones públicas lejos de sus lugar natal. Se sabe que varios conocidos y amigos de Mary Shelley asistieron asombrados a lo que aquel hombrecillo de provincias les contaba. Crosse mencionó cómo soñaba con recolectar la energía eléctrica de los rayos, cómo tendía grandes cables desde el laboratorio situado en una torrecilla de su mansión hasta los árboles, cómo pensaba acumular esa energía para descargarla sobre muestras biológicas y minerales y, así, comprobar si la vida nacía de esos impulsos misteriosos. ¿Acaso Shelley recordaba todo aquello cuando comenzó a redactar su célebre novela? ¿Llegaron a sus oídos aquellas historias? Apuesto a que Shelley conocía lo que se decía de Crosse. Si inspiró la figura de Frankenstein, o no, es otro asunto que muy probablemente no se aclarará nunca, pero no deja de tener su intriga que el Crosse, el electricista, como era conocido, ofreciera aquella conferencia en el lugar y el momento oportunos.

El eco de Crosse llegó a España, donde sus experimentos fueron mencionados en diversas publicaciones. Para terminar con este post, nada mejor que incluir dos de esas referencias que, a buen seguro, sorprenderán a quien no conociera a este voluntarioso electricista…


El Instructor o Repertorio de historia, bellas letras y artes.
Abril de 1838, Num. 52.

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Artículo sobre Crosse publicado en La Revista Blanca,
15 de marzo de 1926. Biblioteca Nacional.

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Andrew Crosse, ¿el verdadero Frankenstein? apareció originalmente en Tecnología Obsoleta, 17 junio 2016.


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